miércoles, 15 de abril de 2015

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Riglos. Primavera de 1998. Estudio medicina. En los ratos libres sigo tocando el piano y la guitarra. Y escalo todo lo que puedo y más. Salgo con un chico, se llama Álex y también escala. De hecho nos conocimos a pie de vía, un día que hacia mucho calor y amenazaba tormenta. Entonces no sabia que me reiría tanto con él y lloraría tanto por su culpa.
Era sábado y yo había dormido como una reina. Él no y nos peleamos durante todo el viaje. Los compañeros resacosos siempre me han dado miedo.
Después de una interminable discusión atacamos un A3. Él abrió. Montó una reunión de mierda en una repisa y se tambaleó lo justo para perder pie cuando yo estaba a punto de chapar. Todo fue muy rápido. En el mismo momento en que se me cayó encima supe que me había hecho daño de verdad.
Se acabaron las guitarras y los pianos. Se acabó la escalada deportiva. Se acabó soñar en ser cirujana.

Hoy, 17 años después, me he sentado en el suelo en el descanso de la grabación. He cogido una guitarra y he empezado a tocar. Con los años he aprendido a controlar algo los temblores, a gestionar la fuerza y a sentir con las últimas terminaciones nerviosas que siguen respondiendo a través de mis dedos.

Y he cantado la canción que más me duele ahora mismo. La que habla de la gente que no te conocía y te escribe odas en las redes sociales. La que dice que ya está bien de colgar fotos juntos en los bares.

He tardado cinco minutos en escribirla. Y he tardado once horas en llorarla. El Barça ha ganado. Mañana es jueves.

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